El historial de injerencia internacional sobre los asuntos domésticos de la pequeña nación caribeña es de larga data. Primero se trató de la deuda impuesta manu militari por una escuadra francesa dispuesta sobre la bahía de Puerto Príncipe en el año 1825, bajo la presidencia de Jean-Pierre Boyer. Tras la independencia conquistada por los esclavos de la ex colonia de Saint-Domingue en 1804, las derrotadas fuerzas coloniales daban comienzo así a un largo proceso de recolonización, advertido ya de forma temprana por intelectuales nativos como Jean Louis Vastey, canciller durante el reinado de Henry Christophe. En el más rico de los territorios franceses de ultramar, la potencia vencida imponía a los esclavos vencedores los costos de la guerra, transformando sus vergüenzas militares en un negocio lucrativo. Los colonos y esclavistas se cobrarían en dinero constante y sonante, durante décadas, los valores relativos a cada esclavo manumitido y cada plantación expropiada y destruida. La gravosa deuda sería un espada de Damocles sobre la naciente soberanía del Estado surgido de la primera revolución social exitosa al sur del Río Bravo. En torno a Haití sería construido un «cordón sanitario» por parte de las potencias occidentales, por lo que el país se vería impedido de contar con una marina mercante propia, sería excluido del comercio internacional, y su historia y actualidad resultarían negadas y tergiversadas bajo el exorcismo del «mal ejemplo».
En los últimos estertores del siglo XIX la incesante expansión norteamericana bajo el signo de la Doctrina Monroe, empujaría al país a la estratégica región del Mar Caribe. Tras la anexión de más de la mitad del territorio mexicano tras la guerra de 1846-1848 y la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo, los Estados Unidos enfrentarían a España y su decante poder en la región. La Guerra Hispanoamericana los dejaría en control de Cuba y Puerto Rico, a que lo seguiría la secesión inducida de Panamá que, desgajada del territorio colombiano, les daría a los yankis las llaves del estratégico paso bioceánico. El siguiente paso sería la ocupación casi simultánea de las dos naciones que comparten la isla La Española (Haití en 1915 y República Dominicana en 1916). Los invasores no dejarían la isla hasta reformar completamente las estructuras sociales, políticas, económicas y demográficas, orientándolas hacia las necesidades de acumulación del capital norteamericano, garantizando así la continuidad de sus intereses y la permanencia del derecho de tutela. En la segunda mitad del siglo XX, la dictadura vitalicia de François Duvalier y su hijo Jean-Claude Duvalier contaría con el más decidido apoyo estadounidense, dado que en sus 29 años de gobierno oficiarían como un baluarte en las luchas globales contra el comunismo.
Tras la caída de la dictadura en el año 1986 producto de una fenomenal resistencia popular, se daría una inconclusa transición democrática usurpada por juntas militares. En el marco de la temprana implementación de las políticas neoliberales orientadas por Departamento de Estado y el FMI, comenzaría el despliegue de las temporalmente eternas misiones internacionales. Desde 1993, nueve misiones civiles o cívico-militares han desembarcado en territorio haitiano. A saber: la MICIVIH, la UNMIH, la UNSMIH, la UNTMIH, la MIPONUH, la MICAH, la MINUSTAH, la MINUJUSTH y ahora la BINUH. Además, dos golpes militares, secundados o promovidos por los Estados Unidos, Francia y Canadá, removieron del poder por dos veces consecutivas al cura salesiano y carismático ex presidente Jean-Bertrand Aristide en los años 1991 y 2004. Aristide: el gran emblema, solución, problema, desastre y enigma de la historia reciente del país.
Ahora, tras dos años de accionar, la Misión de las Naciones Unidas para la Justicia de Haití (MINUJUSTH) acaba de terminar su mandato. Lo hace sin muchos logros que evidenciar, ni siquiera bajo los peculiares parámetros de la comunidad internacional. Mark Lowcock, secretario general de Asuntos Humanitarios de la ONU, hizo una presentación al respecto en el Consejo de Seguridad del organismo el pasado 15 de octubre. Entre sus aportes destacó «el despliegue de la policía nacional» y la «reducción de la tasa de homicidios entre 2004 y 2019». Reconocimiento paradójico, cuando el mismo Lowcock señaló de inmediato que dicha fuerza asesinó al menos 15 personas en el último mes, hacendo un uso excesivo de la fuerza en el marco de las masivas protestas antigubernamentales. Según la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos (RNDDH por su sigla en francés), son al menos 77 las víctimas fatales causadas por la represión en lo que va del año. Lowcock destacó también mejoras no especificadas en el sector judicial, y el desarrollo de «programas de reducción de la violencia en las comunidades». Sin embargo, todos los aspectos relativos a la seguridad pública no han dejado de deteriorarse en los últimos años. En la actualidad hay regiones enteras del país, notablemente en el Departamento Sudeste, controladas por narcotraficantes y otros grupos criminales vinculados al poder político. Por último, pese a que la MINUJUSTH fue una misión con un componente militar y policial mucho más reducido que su antecesora, éste no dejó de ser utilizado con fines de represión y amedrentamiento de la población, como pudo verse en la capital Puerto Príncipe en los meses de octubre y noviembre del año pasado.
La MINUJUSTH será reemplazada por una misión de carácter «político», llamada Oficina Integrada de las Naciones Unidas en Haití (BINUH) con un mandato inicial de 12 meses que podría ser prorrogado. La misma será conducida, nuevamente, por una norteamericana, la diplomática de carrera Helen La Lime, quién ya se desempeñó al frente de la MINUJUSTH con anterioridad. Entre las tareas de la BINUH se encuentra promover y reforzar la estabilidad y la gobernanza, así como el cumplimiento del estado de derecho. La BINUH deberá también brindar apoyo en terrenos como el electoral (cabe señalar que las elecciones parlamentarias previstas para este mes no se realizarán), la cuestión policial, los derechos humanos y la reforma del sector judicial, según lo establece la resolución del Consejo de Seguridad del día 25 de junio de 2019. Lo que no queda claro es si esta nueva misión se enmarca aún bajo el Artículo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que fundamentó el accionar de las misiones anteriores, al considerar al país una presunta amenaza para la seguridad internacional. Precisamente Haití, el país más empobrecido de la región, carente de fuerzas militares, y sin un historial de agresión a terceras naciones.
La BINUH comienza sus actividades en un contexto muy particular. Lo hace exactamente un día antes del 17 de octubre, una de las fechas más sentidas para el pueblo haitiano, día en que conmemora el asesinato de Jean-Jacques Dessalines, principal líder revolucionario y constructor del Estado haitiano. Es decir que la clausura del experimento revolucionario de 1804 coincide en los calendarios con el relanzamiento de la ofensiva contrarevolucionaria bajo nuevos esquemas de soft power. A la sucesión de deudas odiosas, aislamiento internacional, invasiones, dictaduras militares y golpes de estado, se suma ahora el ejercicio de la dominación y la tutela bajo argumentos como la ayuda humanitaria, la estabilización del país, la impartición de justicia y demás declaraciones de buenas intenciones que son ya de rutina. Quizás en ningún lugar del mundo como en Haití las mejores de las intenciones hayan derivado en los peores y más grotescos fracasos.
Pero la BINUH es apenas el nuevo nombre de la injerencia internacional. Se trata de su mascarón de proa, su carta de presentación institucional. Su rostro amable, si se quiere. Por detrás del organismo se encuentra el mucho más visible y proactivo Core Group, la entidad que nuclea a representantes de las propias Naciones Unidas, la OEA, la Unión Europea y las embajadas de Estados Unidos, Francia, Canadá, Alemania, España y Brasil. Este sería el espacio de concertación de los diferentes intereses no siempre convergentes de las potencias coloniales que se reparten el botín de un país que ofrece enormes recursos naturales, sobre todo minerales, y los salarios más depreciados de la región. El Core Group, en medio de la presente crisis, continúa expresando su respaldo a la continuidad del objetado presidente Jovenel Moïse, mientras sostiene una ronda de reuniones de contenido confidencial con el gobierno, partidos aliados y la oposición moderada y conservadora. Pero si en el autodenominado «grupo de amigos» de Haití todos tienen voz y solo algunos voto, el poder de veto y la decisión final corre a cuenta del Departamento de Estado norteamericano. Es por eso que el cerebro y el músculo del derecho de tutela tiene como actor y espacio más relevante a la todopoderosa Embajada norteamericana (o «la Embajada» a secas). Su arquitectura no deja lugar a dudas: es más grande, más sólida y ciertamente más lujosa que el propio, derruido y provisorio Palacio Nacional. Y cuenta, por supuesto, con presupuestos mucho más holgados y con más capacidad de influencia y decisión. Desde allí el César baja o sube el pulgar que indica la continuidad o la interrupción de los mandatos presidenciales, sean constitucionales o no. Hasta ahora, el actual presidente Jovenel Moïse ha corrido con buena fortuna, no tanto por su capacidad de gestionar la crisis doméstica, sino por sus servicios prestados a nivel internacional en el lobby anti-venezolano, reconociendo al inocuo Juan Guaidó, votando contra Venezuela en la OEA y suscribiendo la activación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca.
Se supone que la BINUH viene a «cerrar la página del mantenimiento de la paz», entendemos que por la consecución de resultados satisfactorios. Sin embargo, no es la impresión de «paz» la que asaltará la mente de quién visite el país en estos momentos. Al borde de un guerra civil de carácter unilateral, declarada por el gobierno contra una población indefensa, el país se estremece con las tremendas convulsiones sociales de una nación en estado crítico. Haití malvive hace más de un mes sin escuelas, sin hospitales, sin actividad comercial ni gubernamental, y en algunas regiones altamente vulnerables, ya prácticamente sin distribución de agua y alimentos. El silencio ensordecedor de la comunidad internacional, tanto de las grandes agencias de prensa como de las entidades responsables de velar por los derechos humanos, resulta tan culpable como justificatorio de este crimen social.