Con la inmersión distópica a la que fuimos empujadas, una circunstancia nos representa una preocupación particular: el cambio de una normalidad indeseada por otra más violenta, más controladora de la vida y que pretende separarnos aún más de la naturaleza. Procurando que al enfrentar la pandemia las estructuras del poder continúen intactas o incluso fortalecidas, numerosos gobiernos proponen estados de excepción que significan el control de todas las relaciones humanas. Nos vigilan para “protegernos”, mientras nos ofrecen miedo y seguridad nos invitan a ver “el enemigo” dentro de la casa, en el amigo, en el beso, en la superficie inerte, en la propia piel; y peor aún, en ese cuerpo orgánico de la sociedad que es la naturaleza. Bajo la lógica androcéntrica de manipular y controlar “al enemigo” se consolidan estrategias militares y patrióticas en muchos países para limitar la vida en nombre de la vida misma.
Los gobernantes de España, Francia, Estados Unidos, entre otros políticos, señalaron estar en guerra. En Colombia la revista Semana tituló en alusión a la emergencia del COVID-19: “¿Cómo ganar esta guerra?”, en una portada reciente. Sin embargo, una guerra requiere mínimo de dos adversarios. Tras la metáfora bélica, la lucha contra el virus representa un enfrentamiento de lo humano contra lo no humano, que en última instancia acarrea una criminalización de la naturaleza, un temor hacia ella. Este temor y enfrentamiento se genera con la repetida fórmula del estado de excepción: tratamiento de guerra, o militarización. Las guerras en cualquiera de sus formas siempre se usan para justificar la supresión de las libertades y el control totalitario del estado militar. Aunque en una emergencia sanitaria se debería procurar la protección de la vida, la declaración de guerra, que siempre acaba con vidas humanas, es el tratamiento estatal.
Pero lo anterior es más que una metáfora: las fuerzas militares, así como otros actores interesados en ampliar las fronteras del control, intentan crear paisajes para la guerra: tierras arrasadas, quemadas, despojadas de árboles, vaciadas de huertas, de animales, de música, de pueblos, lo que históricamente ha sido propicio para el control de cuerpos, comunidades, mentes y territorios enteros. Con este discurso, en Colombia, pero también en otros países como Filipinas y Perú, tanto en las ciudades como en el campo, helicópteros sobrevuelan las calles vacías, abundando policías y militares en las esquinas, recorriendo con soberbia los barrios y reforzando la idea de que por vía militar se garantiza la vida, cuando en realidad la vida depende de condiciones especiales para reproducirla, como los alimentos, la salud y la solidaridad.
Bogotá (capital colombiana), donde la desobediencia de los cuerpos con hambre en los barrios populares se enfrenta con represión policial y aún con el Escuadrón Móvil Antidisturbios -ESMAD-, es un reflejo de las prioridades que tienen los gobiernos locales y nacionales. En Colombia, el segundo país suramericano con mayor porcentaje de Producto Interno Bruto -PIB- en gasto militar, 35,4 billones de pesos son destinados a defensa en 2020 mientras solo 31,9 billones de pesos son dispuestos para salud y protección social. Sumado a esto, a pesar del traslado de 100 mil millones de pesos del Ministerio de Defensa para salud, son claras las prioridades del gobierno cuando en plena crisis por la pandemia ordena la compra de tanquetas antidisturbios por 7.900 millones de pesos.
Bajo esta idea de guerra, las formas de control de la naturaleza continúan en este momento de cuarentena, aun cuando se pretende mostrar como tiempo de respiro ecológico. Las aspersiones con glifosato, las erradicaciones forzadas por parte de las fuerzas militares en Putumayo, Caquetá, sur de Córdoba, Chocó, Catatumbo y Nariño continúan. Según un artículo de El Espectador, “las comunidades campesinas han denunciado que mientras acatan el aislamiento en sus viviendas por pandemia, afuera llegan grupos móviles de erradicación compuestos por cientos de policías, militares y civiles provenientes de otras regiones que aumentan el riesgo de contagio y les arrancan su único sustento”. También los liberadores de la Madre Tierra son atacados por el ejército en el Cauca, mientras intentan arrebatar tierras a la agroindustria para la agricultura familiar. Asimismo, el Instituto Sinchi registró entre el primero y 31 de marzo de este año 12.953 puntos de calor (incendios forestales) en los departamentos amazónicos, lo que corresponde a un aumento del 276% en comparación con marzo del año anterior, esto es, casi el triple que el año anterior.
En la misma vía, el gobierno aprovecha para impulsar medidas regresivas en materia ambiental, como límites a la Consulta previa, flexibilización en trámites de licencias ambientales, exenciones presupuestales a la importación de alimentos como el maíz o el trigo, entre otras, que profundizan la destrucción de la agrobiodiversidad, y que priorizan “aliviar la caja de las empresas extractivas” según lo indicó el Ministerio de Minas y Energía en artículo de Portafolio. Es decir, el gobierno favorece las injusticias ecológicas, preparando el terreno para más enfermedades emergentes.
Las medidas para enfrentar la pandemia se instalan bajo una mirada técnica y policial de la vida, como si con ella se pudieran ocultar las injusticias sociales, económicas y ecológicas que la misma crisis evidencia, soslayando la pobreza, la esclavitud del cuerpo obrero, el acaparamiento de tierras o la deforestación. Es decir, se gastan enormes recursos para el control de la vida, atendiendo paliativamente las consecuencias y no las causas estructurales de esta crisis. No es la naturaleza en su exuberante belleza y sutiles equilibrios la causa de nuestra enfermedad. Por el contrario, sí lo es la mirada objetivadora que la ve (a natura) con codicia al tiempo que la trata con desprecio, valorándola como inmundicia, mercancía, enfermedad o peligro.
No podemos seguir con más de lo mismo, es cínico e irresponsable continuar pensando en respuestas de control y dominio sobre la naturaleza humana y no humana, en militarizar la vida por temor a ella, buscando garantizar un acceso irrestricto a esos “recursos”. En última instancia, la pandemia y su posible origen zoonótico debería servirnos para aliar las distintas culturas con la naturaleza que nos habita y habitamos. Estamos en un punto donde podemos elegir un legado de un planeta vivo y resistente o uno inviable para la reproducción de muchas formas de vida: eso depende de si elegimos ampliar su control o hacer la vida viable a través de éticas sustentables y de cuidado.