Como es sabido, el punto de inflexión para Chile lo generó el aumento de la tarifa del metro en Santiago. Esta medida encarecería aún más el alto costo que lxs ciudadanxs pagamos en locomoción, en el contexto de un sueldo mínimo bajísimo y condiciones de precarización laboral generalizadas.
Pero lo que comenzó como una evasión del metro, rápidamente se transformó en la oportunidad de accionar la indignación frente a las condiciones de vida que el pueblo chileno ha soportado desde la instauración del modelo neoliberal en dictadura. Se generó así un movimiento transversal, que convoca a toda la ciudadanía a manifestarse ante la privatización e inequidad en salud, educación, trabajo, previsión social, el saqueo de nuestros recursos naturales, la criminalización de la protesta y el abuso de poder y la impunidad de políticxs de todos los bandos, entre muchas causas del descontento.
Nuestra generación ha tenido que aguantar hasta el cansancio la nominación de “hijxs de la democracia”. Hemos crecido escuchando por parte de nuestros mayores que “lxs jóvenes no están ni ahí”. La clase política nos ha ridiculizado por querer luchar ante la profunda desigualdad del país, invalidando nuestras demandas. Nos ha querido silenciar cuando criticamos medidas represivas en democracia y toda vez que –haciendo alusión a la campaña de oposición a Pinochet para el plebiscito del ‘88- enunciamos que la alegría nunca llegó, argumentan que “nosotrxs no podemos opinar, porque no lo vivimos”.
Pero junto con eso, somos la generación que volvió a salir a la calle. Que está acostumbrada a las lacrimógenas, al agua tóxica del guanaco y a correr arrancando de los pacos. Somos lxs que sabemos que salir a la calle significa que nos van a cagar a palos. Y así ha sido, en cada marcha de la que participamos. Por esa costumbre, sembramos porfía. Y gracias a esa porfía, perdimos el miedo.
Hoy nos toca acompañar a esos familiares y amigxs a lxs que la memoria histórica está haciendo activar respuestas corporales y emocionales de trauma. Y a pesar de eso, en este contexto que profundiza la herida con los dichos, decisiones, despliegue militar y aumento diario de la extensión del toque de queda, vemos la unidad ante las demandas. Salen familias enteras a la calle, diversos gremios y organizaciones sociales de todos los sectores llaman a movilizarse, hay organización por territorios y asambleas abiertas. La señora consultada en televisión por el eterno periodista servil lo hace callar, manifestando su apoyo a la causa. Se multiplica la potencia de una insurrección que pertenece a todos y a todas.
“Estamos en guerra” dice Sebastián Piñera, enarbolando una bandera fuera de toda realidad, inventándose un enemigo imaginario para justificar la violencia ejercida sobre la población, que resiste con cacerolas y cucharas de palo. Este presidente olvida que su prontuario es conocido por el pueblo. En éste cuenta con el fraude en el banco de Talca, la evasión del pago de contribuciones durante 30 años por sus propiedades en el Lago Caburgua y el nepotismo desvergonzado en el que se benefician y fortalecen redes de poder en este gobierno, entre otras. Este presidente indolente come pizza tranquilo con su familia, en un restaurant del barrio alto de Santiago, mientras el país se prende fuego, literal y figurativamente. Así, come pizza tranquilo. Con la calma que solo podría tener en la realidad actual del país la persona que controla y tiene en sus manos los medios de comunicación masiva.
Toques de queda de 6 pm a 6 am, atropellos, disparos, tácticas dictatoriales, son parte de nuestra realidad hoy en día en Chile. El Instituto Nacional de Derechos Humanos reporta 1.692 personas detenidas, 226 heridas (y entre ellas 123 por arma de fuego) y 5 personas muertas. Probablemente cuando lea esto esas cifras habrán aumentado considerablemente.
Lo que olvidan es que no es 1973. Hoy estamos más indignadxs que nunca. Por nosotrxs y por lo que este pueblo ha tenido que tolerar hace 46 años. Hoy, además, a la vez que vivimos sus vulneraciones de derechos podemos registrarlas, difundirlas y desmantelar en tiempo real sus montajes. Cuestiones que nunca imaginamos vivir, y que nos parece hasta el día de hoy una realidad paralela, mientras están detenidas todas las jornadas cotidianas y nuestras horas de trabajo las invertimos en las calles. Cuestiones que nuestros padres, madres y abuelxs vivieron durante 17 años y que hace poco, en la conmemoración de los 46 años del Golpe del 11 de septiembre de 1973, rememorábamos con la esperanza del “para que nunca más en Chile/la sangre hermana sea derramada/y no se deje florecer la libertad”.
Desde este momento y este lugar, hago un llamado a observar críticamente lo que estamos viviendo, cruzando el charco y la cordillera. He vivido 4 años de mi vida en Uruguay. Probablemente serán más. Recuerdo que en mi primera marcha del silencio, estaba en estado de alerta, mirando atenta por dónde podían venir los milicos y para dónde se podía correr. Nunca sucedió. No sólo en esa oportunidad, sino en todas las que salimos a la calle a militar un derecho, a construir sueños. Esperamos que esto se mantenga así, pues –muy lejos de lo que enuncia Piñera en sus discursos- el paisito [Uruguay] está siendo el verdadero oasis democrático de América Latina.
Desde un Chile militarizado: No a la Reforma en Uruguay [1]. El miedo no es la forma.